domingo, 30 de octubre de 2011

JUGAR A MATAR [2]

*No tiene absolutamente NADA que ver con el libro de Iris Johansen que conservo en mi dormitorio como si se tratase de una reliquia del mundo islámico mismo (gracias a quien corresponde por nunca pedírmelo de vuelta, no sé si fue un regalo o un juramento tácito).

Mientras cercenaba su piel a golpes de furia y locura de amor le gritaba con una voz seca, placentera, y escabrosa por su ira y su pasión: "Te amo, te amo, te amo y cada gota de sangre que salpicas por los ojos es mía y sólo mía!".
Ella lo quería tanto, tanto lo quería que no pensaba dejarlo salir vivo fuera de su cuerpo rojo de rubor artificial y natural como la luz de la luna que se escondía lentamente dejando su vieja calle en penumbras.
Mientras la mirada de su amado se apagaba para siempre en noviembre, un vendedor de cuchillos afilaba otro machete para ella -la mujer- que deseaba y poseía cuando ambos coincidían en su sala por las noches vacías de grillos susurrantes.
El cuerpo de su bello soñador durmiente con un poco de ingenuidad de sastrecillo valiente reposaba en la entrada de su casa, mientras el vendedor le prestaba el objeto punzo-cortante recién afilado con amargura y con celo de caballo excitado por comer un nuevo tipo de alfalfa.
Ella lo miró con un punhal en su mano izquierda y el machete resplandeciente en la otra mano alzada apuntando a la única estrella de aquella ciudad limeña maltratada.
Lo miró tendido en el piso con sus ojos enormes de plato de cocina, ya apagados, ya sin brillo, ya sin deseos de su cuerpo que tantas veces atrás consumió y abrigó con cada poro de su -ahora- frío cuerpo de refrigerador portátil para viajeros.
Se acercó muy despacio y soltó débilmente su armamento sin derramar una sóla lágrima de cocodrilo, observando a su amado inmóvil y sin respiración latente.
No se oyeron más palabras, no habían más quejidos ni alaridos, los vecinos no se enteraron de nada.
Sin embargo, él se puso de pié con un brinco de karate dejando en el piso un macabro charco de sangre.
Se limpió el jean oscuro, mientras el vendedor atinaba cobardemente a ocultarse 26 años atrás de los muslos descubiertos y ropa interior de su falsa amante, y detrás de sus miedos de tunante acorralado.
Dulce silencio.
Corazones paralizados.
Rostros cambiantes con colores fríos -azules pálidos, violetas tenues, verdes como el moho-. La noche había detenido de golpe su andar para presenciar ,atónita, aquella escena.
Frío sepulcral como el de un invierno entero acostado boca arriba en el Cementerio Presbítero Matías Maestro.
De pronto, él -su amado muerto en vida- con un burlón guiño de ojo oscuro derecho comenzó a pronunciar incansable y muy despacio con su voz más grave: "Nunca más, nunca más", cual cuervo de tormentos infinitos sólo imaginado por E. A. Poe.

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